El verbo “pasar”, que solemos usar para las fiestas, no es casualidad. Como quien dice hay que zafar. ¿Dónde la pasaste? ¿Dónde pasás? Como si hubiera algo trabajoso tanto desde lo manual como desde lo social: hay menesteres de logística y los bolazos entre familiares son estadísticamente inevitables.

Me encontraba yo en las filas de los malhumorados que miran el reloj para irse a dormir. Me sentía muy en línea con la concepción de Saramago, capaz de atragantar a cualquier comensal cuando, por ejemplo, expresa: “las fiestas se han convertido en un escaparate de consumismo desenfrenado, donde se olvida a quienes más sufren y se ocultan las injusticias bajo luces y decoraciones.” Quien diga “salú” después de esa cita es, sin duda, un desalmado.

Luego aprendí que los que no somos premio Nobel de Literatura y podemos darnos el lujo de unas sidras, gustamos de engañarnos un poquito. De aquí paso a relatar la experiencia que me convirtió hacia el lado de los “festejantes”.. Me refiero a los festejos de Año Nuevo con la familia Fiol, un clan enorme y vibrante cuya forma de celebrar parecía un mundo aparte.

Los Fiol pasaron de Mallorca a Bajo la Pólvora, al Este de la circunvalación, y eran una familia que prosperó en el campo y logró llevar sus frutillas hasta Estados Unidos. Su momento quedó cristalizado cuando Carlín Calvo regaló un cajón de frutillas “Fiol” (inscripto en la caja) a Pablo Rago en uno de esos finales congelados de Amigos son los amigos. Además de frutillas, producían tomate y naranja; en suma, hacían florecer cualquier pedazo de tierra.

Los primeros encuentros ya eran un espectáculo. Mientras en mi familia los saludos eran rápidos y pragmáticos, aquí cada abrazo parecía un acto de devoción que se renovaba siempre de manera distinta. Nadie quedaba sin saludar, y cada gesto estaba cargado de una emoción palpable. Se apretaban como pomos de dentífrico. Se puede entender mi sorpresa, yo que era de extracción intelectual y en casa, cuando éramos siete con suerte y tras saludar al tercero, preguntábamos: “¿te saludé ya?”, para esquivarlo.

La mesa, kilométrica y siempre insuficiente, también tenía su magia. Comenzaba como un espacio de charla general, pero poco a poco se descomponía en pequeños grupos que discutían de fútbol, política o anécdotas familiares. Como si una cinta prolija alrededor se tensara y rompiera con naturalidad en epiciclos temáticos. Se comía y bebía antes y después de las doce. Eso sí: nadie llevaba un solo petardo. La razón era que, desde hacía décadas, tenían un chiste en común basado en las apreciaciones pirotécnicas del experto.

Minutos antes de la medianoche, las voces se apagaban. Todos miraban hacia la ciudad -recuérdese que estaban en el cinturón hortícola- y hacia el “pirotecnólogo” de la familia, Miguelo, quien observaba los estallidos con una seriedad casi litúrgica. Mientras en mi casa el año nuevo se recibía con un brindis tranquilo, aquí la medianoche era un espectáculo colectivo. El silencio socarrón se rompía con un par de “¿Y? Dale, dale, cantalo, Miguelo.” El petiso se hacía esperar. Con semblante solemne, finalmente declaraba:

—¡Más cohetes que el año pasado!

La risa estallaba como los fuegos mismos, y la noche se llenaba de aplausos y “vivas”. Nadie es eterno, al menos solo. Pero algo podemos pillar de la vida cuando un gesto aparentemente trivial se vuelve el corazón emocional de la noche, revelando una complicidad alegre, de las que duran. Esa risa espontánea me ganó para las fiestas. Como decía Georg Simmel: “Lo que es ajeno ilumina lo propio.”